El espejo siciliano

   Caía la tarde. Trepaba las callejuelas de Erice –un pueblito medieval del poniente siciliano– cuando doblé una esquina y me topé con seis jóvenes bellísimas vestidas de novias. La del centro era rubia, tenía ojos verdes y piel de oro; parecía la mismísima diosa Calipso. Me quedé diez segundos congelado antes de volver a la realidad. Pensé que al fin había encontrado la grande belleza, pero de pronto alguien me pidió a gritos que me apartara: estaban rodando un anuncio para la televisión y yo estaba malogrando el plano.


   Uno de los lugares que más me impactó de todo Italia es el teatro griego de Siracusa, en Sicilia. El Bernabéu de los teatros. Uno de los más grandes, antiguos e importantes del mundo griego. Aquí se representaban las tragedias de Sófocles hace 2.400 años. Cicerón dijo que era la ciudad más grande del mundo griego. Y la más bella. Tucídides elogió a su público en ‘Las Guerras del Peloponeso’. Sus callejuelas mediterráneas sedujeron al filósofo Aristóteles, al tirano Dionisio y al canalla Caravaggio. El genio de Arquímedes la defendió hasta la muerte en plenas guerras púnicas contra Roma, con genialidades como la catapulta, los espejos quemantes y el «fuego griego», una sustancia incendiaria que ardía hasta en el mar (sí, de ahí sale el Fuego Valirio de Juego de Tronos). Esta ciudad-isla dedicada a Artemisa-Ortigia es una visita obligada para todo amante de la historia. Además, es uno de los lugares más disfrutables del Mediterráneo, junto a Taormina, Capri y las islas griegas.


   Si tuviera que elegir una maravilla entre todas las que nos dejaron los romanos, no sería el Coliseo, ni el Teatro de Mérida, ni siquiera el Panteón de Agripa o la ciudad de Pompeya. Serían, sin duda, los mosaicos que cubren sus ciudades. Y los más bellos están en la Villa del Casale, un pueblo romano ubicado Piazza Armerina, en el centro de Sicilia. Jamás he visto un relato tan emocionante del mundo greco-romano. Una vida de hedonismo eufórico para unos y de suplicio y esclavitud para otros, de grandes banquetes en los que zampaban y bebían como locos y vomitaban para seguir comiendo y bebiendo, una vida de bacanales en las que la pederastia y la zoofilia no estaban mal vistas. El imperio romano supuso una primera globalización (con permiso del helenismo ensayado por Alejandro Magno). Eran ávidos importadores de genialidad. Y acabaron importando las grandes ideas de oriente. De Grecia copiaron el teatro griego, la filosofía, la arquitectura, el arte y la literatura entre otras cosas. De Jerusalem la gran religión proselitista: el cristianismo.  Todo lo mejoraron. Todo lo agigantaron. Todo lo corrompieron.


   Hasta la aparición de los evangelios, el gran best-seller del mundo mediterráneo fue La Odisea, de Homero. Todo navegante, todo migrante, refugiado y exiliado había escuchado las aventuras y desventuras de ese guerrero insaciable y astuto. En Villa del Casale hay un maravilloso mosaico en el que Ulises aparece emborrachando al cíclope Polifemo para poder escapar de la cueva. Cuando me fijé en el gigante me sorprendió comprobar que tenía tres ojos. ¿No se supone que los cíclopes tienen un solo ojo? Entendí entonces que el personaje del mosaico es un actor. Un actor grande y corpulento. Ulises en cambio es pequeño y ágil. Ahí le tienen, intentando escapar a Ítaca, la isla de su amada Penélope.


   Y al lado, un mosaico aún más sorprendente que demuestra que, hace dos mil años, mis ancestras, las romanas, jugaban al voley playa en bikini.  La libertad, el hedonismo, el ingenio, el amor al mar y a la tierra y el carpe diem por encima de todo. Así fuimos y así seguimos siendo. Ya nadie podrá cambiarnos.

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