Vagando por Londres y París

    ¿Ven ese cielo encapotado y gris? En Londres y París a ese cielo, cuando no llueve, lo llaman “un día soleado”. Cuando el cielo está gris y encapotado y llueve lo llaman “día lluvioso”, cuando está gris y encapotado y hace veinticinco grados lo llaman “verano” y cuando está gris y encapotado y la temperatura bajo cero lo llaman “invierno”. Sea como sea, el puñetero cielo está siempre gris y encapotado,

    Entre las ciudades más grandes y visitadas de Europa, mis dos preferidas son Londres y París. Sé que soy muy poco original, y más en este mundo de viajeros aventureros que huyen del mundanal ruido hacia pequeños recodos asiáticos impronunciables. A mí me gusta la historia y la literatura, el arte y el movimiento. Por eso amo estas ciudades. Roma tiene mucho más pasado y es incluso más bella. Pero estas capitales norteñas aún conservan la inigualable vida cultural que las hizo brillar. De las dos, Londres es quizás la más sorprendente; cada año se parece más a ese Manhattan Europeo vertical y cristalino que quiere ser. Sus calles son una fiesta de colores, un espectáculo incesante. Todo es snob y bohemio pero al mismo tiempo deslumbrante. La palabra eclecticismo nació en esta miscelánea urbana. Quizás el centro más vibrante de Europa.

    No conozco otra ciudad donde se respire tan fuerte los restos del banquete imperial. Londres fue la metrópoli más poderosa y rica del mundo durante casi un siglo, de 1830 a 1920 aproximadamente. Sustituyó a París en el ranking de ciudades poderosas y sólo fue desbancada por Nueva York tras la Primera Guerra Mundial. Mientras que el botín del gran imperio trasatlántico español se fundió en banquetes e intrigas palaciegas por toda Europa, los ingleses invirtieron buena parte de su riqueza en la capital. Y se nota: cruzando el Thames uno aún puede sentir el rugido de los navíos que saqueaban y desvalijaban medio mundo, trayendo tesoros de valor incalculable para embellecer esta ciudad única.

    El Big Ben lleva unos años oculto tras una coraza de hierros y grúas. El proceso de restauración tardará lo que tenga que tardar; quizás tres años. Me llama la atención el estricto «common sense» británico. En Italia pueden tardar en restaurar una iglesia diez o quince años, pero lo tapan cachito a cachito para no echar a perder todas las fotos del turista. Londres se puede permitir la osadía y la provocación de cubrir su torre más bella de hierros y privar al mundo de ese fantástico reloj neogótico durante ¡tres años!

    En el cambio de guardia, símbolo nacional por excelencia, suenan las gaitas de la guardia escocesa. Y es que Escocia está presente en toda la cultura Inglesa, desde sus escritores -Conan Doyle, Stevenson- a sus inventores, -Graham Bell, Watts- pasando por sus espías -un tal 007-. Inglaterra siempre ha reivindicado el legado escocés. Es comprensible que los escoceses hayan decidido ser parte de Reino Unido, a pesar de siglos de guerras y enemistad.

    Una vez, un ilustre corresponsal de El País me dijo que el espíritu de Londres es más católico que anglicano: “Son católicos disfrazados de protestantes”, añadió, refiriéndose al hedonismo y al sentido citadino latente en cada esquina. Un breve paseo por el Soho confirma esta teoría: la ciudad es un inmenso escenario en el que todo tipo de músicos y artistas callejeros comparten esquina con turistas, bohemios y vividores que alternan finísimos restaurantes asiáticos y concluyen la noche en los mejores teatros del mundo, en los que siempre actúan algunas caras conocidas de Hollywood. El último año pude ver a John Malkovich y a Jude Law a un precio más que asequible.

    Al lado de la gran movida londinense, París parece una reliquia solidificada en el tiempo. Es cara y algo inaccesible para un recién llegado, pero si exploras un poco, si tienes la suerte y el tiempo necesario, descubrirás que también es una urbe vivita y coleante. Es más exigente que Londres o Madrid, pero a cambio te brinda experiencias irrepetibles, como degustar sus mercados de frutas y productos orgánicos, sus deliciosos Vietnamitas, visitar los mejores museos del mundo, conocer prodigiosas iglesias góticas o pasear los márgenes del Sena al atardecer, rodeado de una nueva boheme, heredera de ese París festivo Hemingway, Picasso, Cortázar y Kundera.

    El perfil de París ha quedado estático. Congelado en el esplendor del XVIII y el XIX. Su gran época: de Luis XIV a Napoleón. Todos los edificios son más o menos del mismo color: un tono grisáceo, entre piedra caliza y blancuzco. Y los tejados, todos de pizarra verde oscuro. Todos miden más o menos lo mismo, un máximo de 35 metros. Sean modernos o antiguos. Desde la ilustración, París exhibe este estilo armonioso y parejo en estilo, tamaño y matiz cromático. Ha quedado tan intacto y perfecto como el peinado de una marquesa: y como tal, nadie se atreve a tocarlo. Londres es otro cantar: sigue reinventándose con nuevos edificios y rascacielos, tras una historia de incendios masivos y bombardeos letales. Porque ese es su ADN. Y no puede ni quiere competir en elegancia. Es una mezcla de hierro, ladrillo y cristal, es un cuadro cubista de mil formas y alturas. Nada más lejos de la armonía cromática y estilística de ese París blanco y verde de mármol y pizarra, de grandes avenidas y arcos que se saludan en la distancia.

    París tiene el ADN de un país mediterráneo y elegante, pero adusto, como buen vecino de Alemania. Londres es norteña y en esencia, anglicana, pero nos invita a todos. Entre ambas configuran nuestra cultura occidental moderna. Una es una dama cortesana de corazón alegre y alma salvaje. La otra, una rebelde postmoderna donde nunca se sentirá el Brexit. Puedo regresar mil veces a cada una: nunca me cansaré de transitar sus venas.

Javier Molina
Periodista

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